
PIEDAD
Sergio González Quintana
Yo te negué y, no obstante, ahí resistes,
abrazándome, herida por heridas
mías de un cuerpo roto y ya sin vida.
Perdona, Madre, pues llené tu pecho
de espinas palpitantes que germinan
como cuchillas —para siempre el rostro
sajado, pálido; unas negras simas
en tus ojos o cuencas deprimidas,
ya sin llantos ni lágrimas; cuán áridos,
secos, quedan tus senos; sin el agua
vivificante de tu hijo queda
tu boca; sin los lirios de tus besos,
mis mejillas… ¿Adónde irán ahora?
Oh, Madre, si pudiera…, si pudiera
deshacer el camino, no lo dudes,
para que viera yo en ti la alegría,
lo haría… Pero aquí estoy, muerto, inerme,
en tu regazo, asido por tus brazos,
los dedos de tus manos enlazados,
eslabones de amor que me sostienen.
Muerto. He perdido ya el aliento. Y miro
no al cielo. A ti te miro, Madre, para
que contemples de qué trapos humanos
quedaron mis heridas y mi vida:
de sangre es mi corona, no de espinas;
de sangre es mi costado; no de hierro;
de sangre son mis manos; no de clavos;
de sangre, el hijo, el hombre que te mira.